En la primera página de sus “Memorias de guerra”, el general Charles
de Gaulle considera que “Francia no puede ser Francia sin grandeza”.
Estaba convencido de ello, y, mientras pudo, procuró que Francia fuera
Francia. Al menos en tres oportunidades lo consiguió: en 1940, cuando
lanzó su célebre “llamamiento” tomó la decisión de proseguir la lucha
tras la “extraña derrota” de Francia ante la Alemania nazi; cuando
demandó y obtuvo ser parte de la ocupación de Alemania, en 1945; y
cuando en 1966 retiró a su país del comando estratégico de la OTAN por
considerar que integrándolo a la Alianza se subordinaba al poder de
Estados Unidos.
En
rigor, la última decisión fue la de mayor gravitación estratégica; no
solamente porque ello fue determinante para que el país desarrollara su
propia capacidad nuclear (que Estados Unidos se había negado a asistir
en tanto Francia no aceptara misiles en su territorio), sino porque
mantuvo a Francia más allá de la “derrota” que le significó la Segunda
Guerra Mundial.
En efecto, cuando concluyó la guerra, en 1945,
Charles de Gaulle sentenció que en Europa “dos países habían perdido la
guerra mientras que los demás fueron derrotados”. Desde los términos de
pérdidas humanas y materiales, la guerra había sido una catástrofe para
Europa. Pero el estadista francés quería significar algo más que la
ruina visual que ofrecía entonces el continente.
Si bien Francia
era parte de las potencias que habían derrotado a Alemania e incluso por
ello obtuvo lo que se denominó el “dividendo de Yalta”, es decir, sin
haber sido parte de la célebre conferencia, a Francia le fue asignado un
sector de ocupación en territorio alemán, el líder galo supo ver que en
el orden de la post guerra Europa (y Francia) ya no se desempeñaría en
el rango de actores estratégicos mayores.
La guerra no solamente
implicó el final de la predominancia extra-continental de Europa, sino
el establecimiento y la aceptación de una condición de “vasallaje
estratégico” en relación con el auténtico y contundente ganador de la
contienda mundial, Estados Unidos. Definido el nuevo rol estratégico, en
las décadas siguientes Europa se consagró a su integración
política-económica-social, proceso del que Francia fue parte medular
desde su mismo inicio, aunque siempre remarcando (en clave gaullista) la
confederación como horizonte.
La impugnación a la situación
sub-estratégica o “americanización” de la defensa de Europa, pero sobre
todo el desarrollo estratégico de Francia, es decir, de la “force de
frappe”, representó una situación de “reparación nacional” en relación
con la “derrota” de 1945 y con las catástrofes de los años cincuenta en
Indochina, Suez y Argelia.
En el mundo estático de la Guerra Fría,
el estatus nuclear de Francia le proporcionó una condición interestatal
de excepcionalidad, autonomía y deferencia estratégica. Si bien desde
los centros de reflexión occidental se consideraba que una pequeña
fuerza nuclear independiente implicaba un esfuerzo poco útil y hasta una
incongruencia en el orden interestatal centralmente bipolar, para los
teóricos de la disuasión nuclear, por caso, André Beaufré, Francia bien
podía ser un factor de estabilidad internacional en calidad de “tercer
partícipe” aliado de uno de los adversarios mayores contra el otro.
El
final de la contienda bipolar impulsó cambios, particularmente en
materia de flexibilización doctrinaria y reorientación de blancos del
componente nuclear. Aunque la retórica francesa en relación a la
necesidad europea de emancipar su defensa de Estados Unidos prosiguió,
la desaparición del enemigo, la globalización, los nuevos retos y la
notable dependencia europea (incluida Francia) de las capacidades
estadounidenses (particularmente logísticas y de inteligencia) en las
guerras del Golfo, Bosnia y Kosovo, fueron atenuando la orientación
gaullista que (en mayor o menor grado) se mantuvo durante todas las
administraciones francesas.
Pero no fue hasta la llegada de
Nicolas Sarkozy a la presidencia, en 2007, cuando se produjo un cambio
esencial en el enfoque externo del país. Para el nuevo mandatario, era
imperioso “renovar una Francia adormilada” y poner fin a una postura
internacional que, tras el final de la Guerra Fría, prácticamente había
dejado de tener razón estratégica.
En otros términos, el fin de un
mundo de bloques geoestratégicos, de acumulación militar y la irrupción
de múltiples dimensiones de la seguridad, “vaciaba” el enfoque
nacional-nuclear, es decir, la consideración francesa relativa a que una
“OTAN americanizada” no amparaba la seguridad nacional de Francia.
El
retorno de Francia al comando militar de la OTAN, en 2009, no fue
criticado tanto porque se abandonaba el enfoque soberano en materia de
defensa, sino porque dicho retorno no modificó prácticamente en nada el
ascendente estratégico de Washington en Europa. Más aún, desde entonces
Francia en la OTAN no sólo no ha implicado “más Europa” en materia de
defensa, sino que ha afianzado el papel de Europa como sostén o refuerzo
de Estados Unidos en el combate de este país contra su principal
amenaza, el terrorismo global, y, por tanto, ha mantenido a Europa como
una suerte de prolongación del espacio estadounidense como objetivo de
ataque de este letal actor.
En efecto, desde “el retorno antes del
retorno” a la OTAN, es decir, desde la participación de Francia ya en
tiempos de Mitterrand y luego de Chirac en misiones internacionales, y
desde el efectivo retorno bajo mandato de Sarkozy, no se ha registrado
en Europa una tendencia en dirección de una mayor potestad en materia de
defensa: a casi 25 años del final de la Guerra Fría, la estructura de
mando en la OTAN continúa bajo predominancia estadounidense (el
comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa es norteamericano), e
incluso “lo nuevo” en la Alianza, por caso, el Grupo de Expertos,
encargado de la prospectiva o nueva concepción estratégica de la
Alianza, tampoco quedó en manos de una autoridad europea.
En
breve, a pesar de haber desaparecido el factor que por décadas hizo
imperativa la presencia de Estados Unidos en el espacio continental más
sensible de la rivalidad bipolar, la continuidad de la organización
político-militar, la “pluralización de sus misiones y el ascendente
estadounidense dentro de la misma, corroboran que, más allá de dicha
rivalidad, el propósito también ha sido (y es) evitar el surgimiento de
actores cuestionadores o retadores dentro del propio bloque; es decir,
mantener la condición de “pacificador” o “equilibrador de ultramar”,
para utilizar los términos apropiados, a fin de garantizar el “statu
quo” regional.
Desde estos términos, la continuidad de la Alianza
Atlántica más allá del fin para la que fue creada no sería tanto una
anomalía en relación a la experiencia, sino una suerte de “regularidad”
en relación a la preservación de una condición de hegemonía
interestatal.
Por otra parte, la condición estratégica subalterna
de Europa implica un automatismo en relación con la principal amenaza al
actor hegémono de Occidente y, por consiguiente, empeño en enfrentarla.
En
otras palabras, el “nuevo terrorismo” que surge en los años noventa,
que es aquel que adopta una concepción geopolítica ofensiva a escala
global como respuesta a la política externa de Estados Unidos, tuvo (y
tiene) como objetivo central “matar a ciudadanos estadounidenses en
cualquier parte del mundo”, según reza la “fatwa” (o pronunciamiento
legal en el Islam) difundida por Al Qaeda en 1998. Es decir, no se
refirió entonces a Europa, si bien es cierto que antes habían ocurrido
acontecimientos de violencia en algunos países.
Tras los ataques
perpetrados el 11-S, se activó el mecanismo de defensa colectiva de la
OTAN, y a partir de allí la suerte de Europa quedó fijada a la del
“primus inter pares” de la Alianza, Estados Unidos, que durante la
primera década del siglo XXI pasó a ejercer un papel hegemónico tan
concluyente que el mismo interés del sistema o de la comunidad
internacional pareció identificarse con los intereses de este actor.
¿Había
otras opciones para el Occidente no estadounidense? Posiblemente no
demasiadas, pero los actores europeos que pudieron realizar
observaciones estratégicas relativas a las reservas con que había que
proceder sobre el mundo árabe-islámico en el “combate global contra el
terrorismo transnacional”, como la propia Francia que en otros tiempos
había sido cautelosa en su política hacia los países árabes, no lo
hicieron.
Así, Europa volvió a ser objetivo del terrorismo en
función de su asociación con Estados Unidos a través del instrumento
estratégico de este país en el continente, la OTAN. Pero a diferencia
del “viejo terrorismo”, que operaba en los diferentes países de acuerdo a
las políticas nacionales de cada país, ahora el “nuevo terrorismo” lo
hacía en función de la política exterior global del principal actor
occidental. Se trata de una importante diferencia, aunque se mantiene la
cuestión de la (in) seguridad nacional en un alto nivel.
El
seguimiento del “libreto” estratégico estadounidense por parte de
Europa, que implicó el involucramiento de fuerzas nacionales a miles de
kilómetros de los territorios nacionales, ha sido frustrante para Europa
en general y para Francia en particular. El experto Olivier Zajec, del
Instituto de Conflictos Estratégicos, de París, ha definido en términos
categóricos los resultados de dicho seguimiento: “Detrás de las
incertidumbres del Elíseo, se encuentra obviamente el pantano afgano.
Este fracaso es sobre todo el de una teoría culturalista estadounidense,
la ‘contra insurrección con enfoque global’, que amplió demasiado el
marco temporal de la ‘estabilización’, confundiendo modos de acción
tácticos con una política, moralizando en exceso los objetivos de la
guerra y cerrándose por esa misma razón a cualquier salida digna. Lo
cierto es que esta derrota del pensamiento estratégico, que inmovilizó a
cien mil hombres en un teatro de operaciones durante diez años sin un
objetivo final alcanzable, no hace desaparecer ‘ipso facto’ la necesidad
de intervenciones de estabilización o de mediación, como lo demuestra
Malí”.
Otros franceses han sido menos cuidadosos en sus críticas.
En su incisivo trabajo sobre los contrariedades que ha significado el
“sarkozismo” para Francia, el siempre vigente Emmanuel Todd ha afirmado
que “Con sus amenazas de bombardeos selectivos al Golfo Pérsico y a
Afganistán, Sarkozy ha puesto en acción su incompetencia diplomática:
transformar a los soldados franceses en refuerzos del ejército
estadounidense sólo puede arruinar la posición de nuestro país en el
mundo. El planeta no tiene ninguna necesidad de una Francia obediente,
de una potencia media que, conforme a la teoría diplomática, deja de
existir al alinearse con una potencia dominante”.
Por último, el
regreso de Francia a la OTAN tampoco ha implicado cambio alguno en
relación con la estrategia que desde el mismo final de la Guerra Fría
Estados Unidos llevó adelante ante el “Estado continuador” de la URSS,
la Federación Rusa; en buena medida, ello explica la compleja situación
de la relación entre Europa y Rusia por la crisis en Ucrania.
También
en esta cuestión Europa terminó siguiendo una geopolítica no propia, y
tampoco Francia, que siempre defendió el entendimiento con Moscú,
particularmente durante la presidencia de Chirac, intentó que Europa
quedara siquiera algo desmarcada en una situación centralmente basada en
una concepción estratégica que maximizó el poder no precisamente de
los socios europeos.
Más aún, la relación con Rusia no se
deterioró a partir de los acontecimientos de Ucrania sino a partir del
momento que la intervención militar de la OTAN en Libia, habilitada
gracias a que Francia impulsó las resoluciones en el Consejo de
Seguridad de la ONU, modificó su propósito inicial dirigido a proteger
al pueblo libio y acabó apoyando a las fuerzas que combatían al régimen,
situación que fue crucial para que posteriormente Rusia no estuviera
dispuesta a apoyar la injerencia internacional en Siria.
En suma,
sin duda que el mundo ha cambiado y posiblemente hoy ya no tiene sentido
celosos planteamientos nacional-soberanos como los que realizara
Charles de Gaulle, cuando intento preservar algo de grandeza nacional
tras la guerra y luego de los fracasos militares en los años cincuenta.
Acaso el estadista haya alcanzado más que ello puesto que por un largo
tiempo logró que un actor de talla media como Francia desempeñara un
papel sin duda exagerado.
Sin embargo, la predominancia
estadounidense en (o sobre) Europa se ha mantenido más allá de la Guerra
Fría, y en buena medida ello se debe a la impotencia de Europa para
fijar y ejecutar políticas que gradualmente la distancien de su
condición de subordinación estratégica o, para decirlo menos
peyorativamente, de “potencia civil” (por cierto, una categoría
irrelevante -cuando no inexistente- en las relaciones interestatales).
Se
esperaba que el regreso de Francia al comando estratégico coadyuvara a
ese propósito estratégico mayor. Pero no sólo que ello no ha ocurrido,
sino que la propia Francia parece consentir aquella condición, realidad
que implica que Europa continuará desplegando recursos y capacidades
pero sin geopolítica propia, es decir, definiendo de modo insuficiente o
erróneo sus objetivos, involucrándose en sitios donde no estén en juego
sus intereses y corriendo los riesgos que ello acarrea.
fonte(RT-español)